Un pequeño con una enfermedad inmunosupresora, que ya significa un resguardo similar al que supone el COVID-19, necesita cuidado doble. Tienen que aislarse, dejar de jugar con otros, no ir más a clases en sus escuelas hospitalarias y sus visitas en los centros de salud se restringen. La única solución posible fue pasarse a las pantallas. Así, con Teleterapias, les siguen alegrando sus días los payasos del hospital.
“No es lo mismo, por supuesto, pero sí tiene sus encantos”, dice hoy Sussy Tapia, de Crea Clown, al alero de la Fundación Vivir Más Feliz. En este reportaje, miembros del equipo y la madre de Ankatu, paciente oncológico, relatan cómo han sido estos tiempos.
*Este es un reportaje de Paula Álvarez, alumna de Periodismo de la Universidad del Desarrollo
—Se llama escupe-disparo— dice Ankatu, mientras muestra su juguete desde el otro lado de la pantalla del computador.
Es un dragón con tres cabezas, uno de todos los juguetes que, desde el otro lado de la videollamada, se escucha cómo chocan entre sí.
—¡Fuuu!— dice mientras lo muestra a la cámara, haciendo como si escupiera un disparo de fuego.
Ankatu es un niño de cinco años. Y, quizás como sería para un niño de cinco años, es extraño jugar con otro a través de una pantalla. Así lo cree Sofía Montoya, su mamá, quien está al lado de él, abrazándolo.
En el plano de la llamada, entonces, solo se puede ver la mitad de Ankatu; desde el pecho hacia arriba. Está con un chaleco con diseños tribales de tonos café, mismo color que sus ojos grandes y mismo color que su pelo. Pelo que volvió a crecer.
En 2019, Ankatu supo que tenía cáncer.
Desde ese entonces, su familia ya esterilizaba toda la casa, mantenía distancia social y andaba con extremo cuidado. Y un año después llegó la pandemia.
Las ganas de jugar en la plaza, como lo haría un niño de cinco años, acompañaban a Ankatu cada vez que tenía que ir y volver desde Antonio Varas, del Hospital Dr. Luis Calvo Mackenna, hasta su casa.
Cuando su mamá le pregunta que qué le parece ahora estar hablando hoy por videollamada, Ankatu responde enseguida:
—Prefiero en persona.
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Según datos del Registro Nacional de Cáncer Infantil (RENCI), al año se diagnostican en Chile entre 490 y 500 niños con esta enfermedad. Según el mismo documento, los tipos más frecuentes son leucemias, principalmente leucemia linfoblástica aguda (80%).
Ese fue el mismo diagnóstico que le dijeron al Ankatu. Desde que lo supieron, Sofía Montoya, su madre, se dedicó por completo a sus cuidados, en sus distintas etapas.
A fines de 2019 llegó a la etapa de mantención, fase en la que los síntomas suelen ser más leves y hay un mejor escenario. Pero Ankatu tuvo una reacción alérgica a una quimioterapia. Ante esto, le dieron una solución alternativa, pero luego esta le generó una pancreatitis aguda. Después, esa pancreatitis aguda pasó a ser una septicemia. Ankatu llegó a estar grave, en la UCI, intubado.
Finalmente, con la ayuda de los médicos, Ankatu logró salir de eso. Se recuperó y pudo volver a estar más tranquilo, en su etapa de mantención. Y así quizás podría, de a poco, volver a salir a jugar a la plaza.
—Pero justo en ese momento pasó el estallido social— recuerda Montoya, su madre, quien señala que en la zona donde viven había alta represión policial.
Los gases tóxicos de las lacrimógenas impedían que Ankatu, recién salido de la UCI, pudiera estar fuera de su casa. Montoya comenta que, por situaciones como esta, los vecinos llegaron a interponer un recurso de amparo ante el Juzgado de Garantía del sector.
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A inicios de 2020, con un estallido social en menor intensidad, Ankatu llegó a la etapa de transición.
—Es un proceso donde al fin comenzó a tener más libertades, visitar a más gente, a salir más, a estar en otro ambiente que no sea tan riguroso— dice Montoya.
Pero, el 3 de marzo, el Ministerio de Salud confirmó el primer caso de COVID-19 en el país.
—Y entonces todo eso se cortó. Se cortó la posibilidad de retomar las cosas que hacíamos antes. Yo creo que eso lo afectó harto en salud mental. Porque Ankatu es población de riesgo, entonces no estaba preparado para recibir un virus como este. Tuvimos que extremar las medidas, al igual que al principio del tratamiento— cuenta Montoya, quien además tuvo que volver a trabajar por la situación económica del país en pandemia, hecho que le generó una nueva presión por el temor a contagiarse y contagiar a su hijo.
Tal como comenta Sofía Montoya, en la crisis sanitaria, escenario en que según el Ministerio de Salud (MINSAL) los pacientes con enfermedades inmunosupresoras son población de riesgo, las figuras de apego y cuidadores de niños que viven esta realidad han tenido que tomar más resguardos que nunca.
De esa forma, algunos niños tuvieron que regresar a sus casas, otros niños tuvieron que quedar hospitalizados. Hospitalizados que, en un inicio, no podían recibir visitas.
—Fue muy terrible en un principio, en especial dado el desconocimiento que había respecto a Coronavirus y cáncer. El mensaje que había, en un principio, era que era algo mortal casi de seguro para personas inmunosuprimidas. Entonces, efectivamente, muchos hospitales tuvieron que suspender totalmente la visitas. Los niños estuvieron solos— recuerda Constanza Baeza, coordinadora de Programas y Relaciones Institucionales de Vivir Más Feliz, fundación que tiene la misión de mejorar la calidad de vida de los niños con cáncer, para que puedan seguir siendo niños.
Vivir Más Feliz se propuso dicha misión en 2007 y en 2014 inauguró el TROI junto al Hospital Dr. Luis Calvo Mackenna. Es un Centro Oncopediátrico y de Trasplante de Médula Ósea Ambulatorio Integral. A ese lugar asiste Antaku, siendo el único establecimiento de salud pública en realizar el tratamiento.
El TROI es un lugar luminoso. Las paredes, llenas de ventanas, muchos dibujos, árboles, estrellas. En el piso, franjas y caminos de colores. En el techo, grullas de papel. Muchas de ellas. El pasillo principal del TROI, también llamado túnel de la esperanza, tiene el techo con ventanas de colores pastel y más grullas de papel. La leyenda japonesa “Senbazuru” dice que a cualquier persona que arme mil grullas origami se le cumplirá un deseo.
El centro también puede ser considerado como un lugar luminoso por el grupo de personas que solían rondar por sus salas y pasillos. Improvisando, jugando, actuando, riendo. Sus batas blancas, llenas de estampados y diseños de colores. Sus cabezas, con gorros y cintillos. Y, sus narices, rojas.
Sussy Tapia, también conocida por los niños como Covadonga, forma parte de ese equipo. Es actriz, salió de la escuela de teatro hace 15 años y siempre le interesó lo social. Siempre quiso hacer más que obras de teatro.
De esa manera, se formó para ser payasa de hospital y ganó años de experiencia en su equipo Clown Célula Roja. Este año creó CreaClown, grupo de seis actores formados en esta labor y que trabajan bajo el alero de Vivir Más Feliz.
—El payaso de hospital rompe el concepto de teatro como uno lo conoce, porque el teatro es un espacio en donde la gente viene a verte. El clown transgrede con eso y es él quien se acerca a la gente y la va a visitar. En este caso, a un hospital— explica Tapia.
Pero, según cuenta Covadonga, el 11 de marzo tuvieron que dejar de ir.
La Fundación Vivir Más Feliz, según cuenta Constanza Baeza, tiene un modelo de atención con tres líneas de acción: centros oncológicos, Experiencias para sonreír; eventos e instancias grupales para dar contención emocional a los niños y, finalmente, Terapias Complementarias de la mano de profesionales que acompañan a los niños en sus tratamientos médicos a través de Risoterapia, Musicoterapia y Juegoterapia.
Tanto las Experiencias para sonreír como las Terapias Complementarias Profesionales tuvieron que suspenderse presencialmente por el avance de la pandemia en el país.
Asimismo, y al igual que la mayoría de los colegios y liceos de Chile, la escuela hospitalaria del Calvo Mackenna, uno de los 53 establecimientos de este tipo en todo el país según el Ministerio de Educación (MINEDUC), también cerró sus puertas. En esa escuela aprendían y se reunían niños que vivían realidades similares. Niños que estaban en tratamiento. Ankatu era uno de ellos. Y tal como planteaba Sofía Montoya, ahora todo eso se cortaba.
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La crisis sanitaria ha generado efectos en la salud mental de los niños, principalmente por el hecho de estar asilados. Según el estudio “Los efectos de la pandemia en niños” de Clínica MEDS, la crisis ha afectado la salud mental de ellos en general, causando “cambios de humor súbitos, desgano, fatiga, irritabilidad, tristeza y síntomas somáticos”.
Los niños que viven con cáncer infantil ya experimentan la realidad del aislamiento, entre otros factores. Incluso sin pandemia, la salud mental de ellos ya se veía afectada. La investigación “Cáncer en la infancia y adolescencia: Consecuencias en el paciente, la familia y papel del asociacionismo”, de la Universidad de Navarra da cuenta de esto: “El cáncer infantil lleva consigo numerosas repercusiones a nivel físico, psicológico, social y educativo. Además de largas hospitalizaciones, pruebas dolorosas y duros tratamientos que repercuten tanto en la vida del niño con cáncer como en la de su familia. Un diagnóstico de cáncer cambia la vida del niño y todas las personas que lo rodean”.
La suma de ambos elementos puede significar una situación muy compleja para los pacientes y sus familias. El estudio del Departamento de Antropología de la Universidad de Granada estima que el efecto del aislamiento social de los niños que tienen cáncer puede significar “un fuerte impacto emocional, con sentimientos negativos, de incertidumbre, impotencia y gran confusión”.
Así lo creen Isabel Valles y Amaia Rosas, especialistas en Psicooncología y Cuidados Paliativos Pediátricos:
—Se perdieron muchas cosas en términos de socialización entre los niños. Antes iban a jugar, caminaban juntos en el pasillo, tenían visitas de otro familiar que no fuera solamente su cuidador principal. Eso es algo que ha impactado profundamente en los niños. Especialmente a los que les ha tocado estar muchas horas del día o muchos días encerrados en su pieza. Eso genera mucho cansancio, mucho aburrimiento, frustración, desgano. Hay momentos en que se vuelven muy apáticos y no tienen ganas de hacer nada— dice.
La coordinadora Constanza Baeza, quien también es psicóloga educativa, explica que sí han visto a niños reaccionar de esa manera: más irritables, más enojones, como que no quieren nada. Incluso hay algunos medicamentos del tratamiento que podrían enfatizar esos efectos.
—Estamos hablando de niños que ya tienen un estrés mayor producto de una enfermedad crónica que incluso se ha visualizado culturalmente como mortal. Entonces, sumar un estrés más a los niños… no lo aguantan. Es demasiada presión— explica.
A veces, en los días de encierro, Sofía Montoya ve eso en Ankatu.
—Hay momentos en que se escuchan más gritos, más enojos. Lo he notado mucho más ansioso. Creo que también con mucho miedo— comenta.
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En ese escenario, tanto Tapia como Baeza concuerdan: tenían que, como equipo, acompañarlos de alguna manera.
—El aislamiento en los niños, en el caso del cáncer, normalmente es así. Pero esto se ve acrecentado aún más en la pandemia. Entonces nosotros no los podemos dejar solos— dice Baeza.
De esa manera, en el TROI comenzaron a implementar las Teleterapias Profesionales V+F.
—Una de las cosas que la pandemia nos ha enseñado es que uno tiene que adaptarse y transformarse. Al principio fue bien dramático para todos nosotros. Pero ahí se dio esta oportunidad con la fundación y ya llevamos un año y medio haciendo teleterapia. No es lo mismo, por supuesto, pero sí tiene sus tiene sus encantos— comenta Tapia.
En la videollamada, Covadonga puede hacer magia. Muestra cómo un alcohol gel desaparece de la pantalla y vuelve convertido en celular. A veces está en un lugar, apaga la cámara, y aparece en otro. A veces ocupa una pantalla verde, cambia el fondo y puede teletransportarse a algún lugar de China o tirarse por alguna cascada. Eso, asegura, es magia para los niños.
Pero tanto ella como el resto del equipo, encuentran la magia en otras cosas también.
—Lo más lindo que nos ha pasado, como descubrimiento de la teleterapia, es corroborar que el vínculo sigue intacto. Incluso se ha podido generar uno con niños que se han ido incorporando al tratamiento ahora y que no conocían a los terapeutas. También con niños de regiones. Además, hemos podido adentrarnos más en el mundo privado del niño. Porque los conocíamos en el contexto del hospital, pero no conocíamos el lugar donde vivían, ni a otros miembros de su círculo. Ahora hemos podido conocer a sus hermanos, primos, y parte de la familia ha podido participar también en las sesiones— cuenta Constanza Baeza.
Sussy Tapia recuerda cuando se conectó con un paciente de región, del sur. Él salió al patio y atrás se veía el volcán Villarica.
—Uno en el hospital conoce una parte del universo de los niños y niñas. Al estar en teleterapia, uno puede conocer todo lo otro. Lo que tiene que ver con su intimidad, con su casa. Conocemos al resto de su familia. El tener la oportunidad de estar acompañando por teleterapia nos reconforta, el saber que hay algo que no ha cambiado. O que a lo mejor ha cambiado, pero que sigue estando ahí— dice Tapia.
En todo ese tiempo, Ankatu también se ha conectado a la teleterapia. Su mamá cuenta que se ríe harto y cuenta chistes.
—Se ríe de lo que hacen los clowns, de sus improvisaciones. Le gusta mucho. Se sabe sus nombres: “¡Oh, Covadonga!”. Son parte de su vida— cuenta Montoya.
Siempre que ella le pregunta si quiere recibir una llamada de los payasos, Ankatu grita que sí. Es más, los quiere invitar a la casa. Los extraña harto en persona.
—Creo que es fundamental el contacto. Allá (en el TROI) es distinto. Cada uno de los niños tiene sus delantales, sus juguetes. Eso se pierde. Pero creo que la fundación lo ha mantenido a toda costa, ha hecho todo lo posible con sus recursos— dice.
Así lo asegura el equipo, quienes, si bien creen que en la nueva modalidad se han logrado adoptar nuevos recursos terapéuticos, se preguntan constantemente cuál será el día en que van a poder volver al hospital.
—Esa cosa de extrañarse, de abrazarse, de hacerse cariño. Que la contención sea también física y no solo verbal. Eso el personal lo ha resentido muchísimo. Eso de poder tomar la mano, de dar ánimo. De decir que estamos acá para acompañar los momentos felices y también a los que no lo son tanto— dice Baeza.
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A veces la añoranza es incontrolable.
Así lo siente Constanza Baeza, quien admite que en dos ocasiones específicas se juntaron con los niños por esa razón.
Una fue el 15 de febrero, en el Día Internacional de Cáncer Infantil. Estuvieron afuera del TROI, con alcohol gel y con mascarillas. Incluso los payasos tenían sus narices rojas encima de estas.
Los payasos solo iban a saludar a los niños de lejos, jugar a distancia y entregarles un kit de alimentos y artículos de protección personal.
Pero poco lograron mantener el resguardo. Los niños, como primer impulso, corrieron a abrazar a los clowns.
—Nosotros decíamos como “¡No, no, no, la distancia social!” pero eso fue muy difícil, porque estábamos ahí. En la pantalla, es entendible. Pero estar ahí, en persona, y aún así no poder tocarse… es muy difícil— dice Baeza.
En la otra instancia sí lograron mantener mejor las medidas. Una de las niñas iba a su última quimioterapia. En ese día especial, fue uno de los clowns a felicitarla. Jugaron a hacerse caras, a esconderse. Pero ahí el clown se convirtió en una especie de híbrido entre payaso y mimo, porque un vidrio los estaba separando mientras jugaban al cachipún.
—Estábamos todos súper emocionados. Decíamos “eso lo echamos de menos”. Y los papás también, estaban con una cara de ver a sus niños felices. Eso es finalmente lo que ellos más nos agradecen como fundación. El decir “vemos a nuestro hijo sonreír, vemos a nuestro hijo contento, vemos a nuestro hijo acompañado”— asegura la coordinadora.
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Sofía Montoya es una de esas mamás. Agradece la existencia de los clowns y ve el acompañamiento que han seguido realizando, aún en pandemia, como fundamental.
—Creo que los clowns son vida. Son mucha alegría. En realidad, son muchas emociones, no siempre alegría. También acompañan en momentos muy difíciles. Es muy impresionante lo que hacen. Han sido cruciales desde el inicio del tratamiento. Desde el día uno que aparecieron en el hospital. Rompen con un patrón y eso te hace respirar un poco. Te hace sentir cosas bonitas dentro de todo lo que está pasando. Hacen que tu hijo se ría. Aunque sea un escenario muy difícil, si ves que tu hijo se está riendo, es un agradecimiento enorme— asegura Montoya.
Esa es la razón de ser de Sussy Tapia y todo el equipo de Crea Clown.
—Con buen humor no se va a curar una enfermedad. No va a pasar eso. Pero sí el payaso es un arquetipo social que está relacionado al juego, al humor, a la risa. Entonces, desde ahí, se vuelve muy potente cuando se está pasando por una situación adversa. Porque cuando se está enfermo, toda la vida se centra en ese evento. “Estoy enfermo, ya no puedo jugar, ya no me puedo reír, ya no puedo disfrutar de lo que antes disfrutaba”. Ahí el clown viene a recordar que, a pesar de que puedas estar enfermo, sí hay cosas de las que vas a poder disfrutar.
Sussy Tapia entra en su rol de Covadonga y comienza a hacer magia, jugando a esconder los dedos.
—Entonces, a lo mejor, aunque te duela la cabeza, si hay alguien que está ahí con una nariz roja y que apela al sentido de excentricidad, de buen humor, de locura, de juego y empieza a hacer así con las manos, se produce algo. Salen emociones. Puede ser la risa, pero a lo mejor te puedes estar riendo y, de esa misma risa, empiezas a llorar. Y está bien. En nuestra terapia, la risa ocupa un lugar importante, pero también las otras emociones. Porque la vida no es solo risa, hay dolor también— dice.
El estudio “Efectos de la intervención del payaso de hospital en la posición de sujeto enfermo internado en sala de oncología infantil” de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso concluye que el clown es “un agente que interviene la dinámica cotidiana del hospital, generando efectos que van más allá del hacer reír (…) proponemos la posibilidad de que el payaso, a través de su intervención, logre facilitar procesos de sanación por medio del juego y, a partir de ello, empoderar tanto al equipo de salud, como a las familias”.
Eso Sofía Montoya lo tiene claro.
—Los clowns rompen con ese esquema, te sales de esa seriedad y entiendes que no es necesario estar así todo el tiempo. Los clowns fluyen con los niños, les siguen el juego, la imaginación… los validan. Creo que eso ha sido una de las cosas más importantes. Los validan como personas— dice.
Covadonga no ve razón para no hacerlo.
—Porque a pesar de que se esté enfermo, hay una parte de uno que sí puede seguir riendo, que sí se puede sentir mejor, que sí se puede emocionar—asegura.
Sussy Tapia resume hoy el rol que los clowns han tenido en medio de la crisis sanitaria:
—Nuestro trabajo se ha enfocado en el cuidado de la salud mental. Porque se ha visto afectada en pandemia. Se ha visto afectada en todos nosotros en la sociedad, pero si a eso le sumas la adversidad de estar enfermo, es más terrible. Es entonces ahí cuando los seres humanos nos transformamos y tener esta capacidad de que, cuando pasan cosas terribles, sacar fuerza de no se sabe dónde para salir adelante. Las personas salen adelante. Las niñas, los niños, las familias salen adelante.
Y así fue.
En mayo de este año, en la casa de Montoya, se organizó una fiesta. Aforo reducido, solo la familia. Hicieron una torta. Es que había que celebrar.
Ankatu entraba a fase de seguimiento. En palabras simples, explica Montoya, se puede decir que lo dieron de alta.
—Los payasitos estaban contentos, lo felicitaron— cuenta.
Hoy Ankatu solo tiene que ir al hospital una vez al mes para seguir haciéndose chequeos. No toma ningún medicamento. Puede salir a la plaza un poco más.
—¿Cómo te sientes?
—Estoy bien. Me siento bien— dice hoy Ankatu, nombre que, en mapudungún, significa “el que toca el cielo”.
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